Marzo 2013
Conversación oída al pasar, entre un instructor de escalada y un posible alumno:
Con ustedes…
Señoras y señores, nuestra incapacidad nacional para decir “no”.
NO voy a tomar tu curso. NO me gustas. NO voy a ir al cumpleaños de tu tía. NO me interesa este tema. NO bajaste de peso. NO me cabe.
Vaya uno a saber dónde se encuentran las raíces de esta mala costumbre. Nacida de la mezcla entre la tradición judeo-cristiana-gallega y la situación geográfica tipo isla que tiene Chile, en algún momento de nuestra historia se hizo tan nuestra que terminó por definirnos.
Las razones de su existencia tienden a centrarse en que lo hacemos porque queremos agradar. Se supone que una buena persona debe estar disponible para ayudar, asistir y ser parte de la vida de quienes nos rodean. Según esta forma de ver las cosas, entonces, negar algo implica también ningunear parte de la importancia que tiene nuestro interlocutor para con nosotros, horadando este deseo íntimo que tenemos de ser vistos como hombres buenos.
Hasta ahí la explicación, que suena lógica si no fuera porque tiene una falla: asocia erróneamente la noble aspiración por ser mejores con la exigencia de tener que decir que “sí”, a todo.
Cuando una cosa no va con la otra, dado que en ocasiones, por no ser honestos, generamos falsas expectativas y hacemos perder el tiempo a quienes precisamente apetecemos ayudar o acoger. Destruyendo, de paso, cualquier imagen positiva que esas personas se pudieran haber formado de nosotros previamente.
Bailando con olvido
Esta característica nacional hace arrancarse los pelos de la cabeza a quienes no están vacunados contra ella; típicamente los extranjeros.
No es raro que los chilenos les digamos “te llamo mañana” o “hablamos después” y los pobres inocentes se quedan esperando una confirmación que jamás nunca se va a producir. Quizás pensando que habrán entendido mal, pues, piensan ellos, es de educación hacer lo que se dice que se va a hacer. Y si no se hace, pues, diantres, debe ser porque algo grave ha pasado, después de lo cual lo contactarán de nuevo para dar las explicaciones del caso.
Ni en sueños. Mientras el teutón o el oriental se toma café tras café, esperando y revisando el celular cada cinco minutos para verificar si tiene señal, la susodicha (por poner un ejemplo) está bailando de lo lindo y ni se acuerda que en algún momento le dijo algo así como “hablamos más tarde”.
Cuando en realidad lo que ella quiso decir era “chao”.
El debido proceso
Por si quieren saber, en la mayor parte de las ocasiones, las decisiones que tomamos son determinadas en décimas de segundo. Una compleja interacción en el córtex cerebral que sopesa todo y entrega una respuesta simple: sí o no.
Por supuesto que uno después puede cambiar de opinión, o resolver esperar hasta tener más información (de dónde viene nuestro viejo y querido “depende”). De acuerdo, pero, el grueso del análisis, la componente más importante, ya fue establecida. Y no será fácil modificarla.
Así es que, en rigor, si nos invitan a ir a una fiesta, no se necesita más que las fracciones de un instante para responder con la verdad. ¿Quieres chocolate? ¿Te vienes a Panamá? ¿Te gustan las pelirrojas? ¿Arriba o abajo?
Luego de tomada la decisión, se inicia una fase de socialización de nuestra respuesta. Proceso que en algunas sociedades es breve o inexistente, pues les interesa ir al grano y no dar pie a los malos entendidos. Si quieren algo, lo dicen; si no quieren algo, lo dicen también. Sin filtros.
Pero hay otras culturas, como la chilena, que sencillamente dilata. Hasta lo insólito. Mentir, matizar, ocultar, arrancar… Se podría escribir una enciclopedia con las increíbles excusas a las que nos aferramos sólo con tal de evitar decir que “no”. Usamos muletillas como “te confirmo”, “estoy en eso”, “no te fallaré”, “mañana nos vemos”… Cuando sabemos que no vamos a ir, que no nos interesa o que detestamos al tipo.
No es no
Para no hacer más largo este artículo (que de seguro a ustedes NO les interesa), preferí ni siquiera referirme a esa otra costumbre, si gustan tara, que es demostrar afecto ofreciendo más comida. Ante lo cual, de nuevo, optamos por evitar decir que “no” pues nuestro anfitrión se puede “sentir”. Por lo que le metemos tres porciones de torta, dos completos y cuatro trozos de chancho más de lo que deberíamos, tan sólo para que no nos digan que somos maleducados (y después nos preguntamos de quién es la culpa de que estemos guatones).
También podría haberme regodeado con la moda. Y analizar por qué los hombres, cuando su amada les pregunta “¿Se me ve bien este jeans lila ajustado?”, llanamente dicen que “sí”, sin ni siquiera levantar la vista del celular. ¿Están locos? Si dijeran “no, pareces paté de molusco” acabarían con el pantalón en la garganta.
En fin, whatever, esta costumbre debe terminar. Lo cual significa, en el caso que me estoy burlando hoy, que si Xamú Yentó no iba a tomar el curso, cualesquiera haya sido la razón, que fuera y lo dijera abiertamente.
Así es que practiquemos. Mírame a los ojos. ¿Tengo tu atención? ¿Sí? Ok. Coloca tus dedos en la mandíbula. Masajéala. Que haga trabajar ciertos músculos que nunca han sido empleados. ¿Listo? Perfecto. Entonces atrévete. Vamos. No tengas miedo. Nada malo va a pasar. Tú puedes. Dilo.
¡NO!

 


 

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