Noviembre 2014
En el pasado usé una frase que trataba de pasar por divertida. Pero no tenía nada de gracioso, pues lo hacía usando un recurso tan barato que era definitivamente de mal gusto.
Porque insultaba a un grupo de orientación sexual que no merecía tal trato de mi parte. El mundo ha cambiado y hoy nuestra sociedad va en la dirección de reconocer a la diversidad como un valor. Toda ella. En mi opinión, con justa razón.
Al error admitido, el perdón solicitado. Y es lo que ofrezco ahora a todos quienes sin querer y estúpidamente ofendí. Señoras y señores, mis disculpas.
Dicho eso… ¿cuál era la frase en cuestión?
Usar raquetas es gay.
Hundidos desde el pasado
Por supuesto que no me refiero a las raquetas que se usan para jugar tenis. Sino que a esos adminículos anchos que los montañistas se colocan en los pies para no hundirse al caminar sobre la nieve.
Su uso es de larga data, con evidencias de su empleo remontándose unos 4.000 años atrás, o más. Incluso, existen sospechas que algunas tribus que emigraron hacia el norte de Europa, y que finalmente dieron origen a los pueblos nórdicos, dominaron su fabricación y les fueron incorporando mejoras tales que finalmente el proceso derivó en la creación del esquí.
Las raquetas de nieve son livianas, relativamente “baratas”, su uso no requiere mayor entrenamiento y resuelve el tremendo problema de cómo transitar por terrenos con nieve inconsistente.
Pero yo las detesto.
Que es de donde nacía ese impulso mío de insultar a quienes las usan con denigratorias palabras homofóbicas.
Plástica esperanza
¿Qué por qué no me gustan las raquetas de nieve? ¿Cuál es la razón de tal desprecio?
Por dos razones.
La primera es porque, aunque no lo parezcan, son harto peligrosas. Claro, mientras caminamos tomados de la mano por un valle plano, hasta tiernos nos vemos. Pero basta que aparezca una pendiente de nieve dura un poco pronunciada y listo; nos movemos con riesgo de caída, más apretados que nudo de lancha.
Sí, las raquetas tienen puntas por debajo que permiten agarrarse mejor. Pero eso no las convierten en crampones, y cualquier movimiento brusco, o una piedra inesperada que rompa los típicamente plásticos mecanismos, y ¡wuuuaa!, el incauto saldrá disparado al vacío. Lo he visto. Con estas propias orejas. Como varios finos montañistas han sido eyectados cuesta abajo debido a la súbita falla de la raqueta. Terminando todo magullado cientos de metros después, con lo que queda del encordado de la raqueta doblado en el cuello.
Siendo real este problema, en todo caso, no es la causa por la cual tengo el hervidor prendido. Es otra razón la que me saca de quicio, y es que al usar raquetas, se sea gay o no, no se hace más que perpetuar la pésima falencia nacional de no aprender a esquiar.
Excusas convenientes, mentiras apropiadas
Oh, sí. Esquiar.
Seamos directos. Los montañistas chilenos no saben esquiar. Un defecto perpetuado por décadas de la mano de la ignorancia y la flojera, lo que es grave porque esta técnica es parte fundamental de lo que es ser alpinista.
El problema parte porque no se enseña cuando niño, se prolonga en la larga banalidad adolescente y solo empiezan a verse las desventajas cuando se llega a adulto, que es el momento en que el proto-montañista comienza a sentirse frustrado con las nuevas ambiciones que desarrolla, típicamente objetivos invernales o expediciones a lugares con glaciares. Sitios en los cuales desenvolverse EFICIENTEMENTE es una obligación: no caerse en las grietas, subir sin enterrarse, arrastrar carga y, por supuesto, bajar bien. Y eso, por si no lo sabían, significa esquiar.
Entonces, enfrentados a tal disyuntiva (increíble mi uso del lenguaje), en vez de tomar decisiones con perspectiva y aprender a esquiar, los montañistas nacionales le hacen el quite y buscan subterfugios; o sea, chantarse raquetas en los pies. Aparentemente solucionando el problema para el fin de semana que se acerca, cuando en realidad lo único que han logrado es perder el tiempo, pues perpetúan la carencia.
Por supuesto, las justificaciones para no aprender a esquiar existen y son persuasivas: que el equipo es muy caro, que toma años instruirse, que nadie nos enseña, que tengo una lesión, que en realidad no es tan importante…
Puras excusas, sus pajeros, cobardes y flojos gay… Auch, se me escapó.
El tiempo y los favores que hace
Ahora que lo pienso un poco, y entendiendo que hay diferencias, aquí pasa algo similar a lo que ocurrió en el mundo del montañismo chileno, hasta casi fines del siglo XX, con el tema de la escalada.
En aquella época había muchos venerados y famosos instructores que la menospreciaban, e incluso prohibían su práctica. No voy a decir sus nombres, ¿para qué? Pero Lucero no dejaba pasar ocasión para denigrar a quienes escalaban. Especialmente si usaban calzas rosadas… ¡Y eso sí que era bien gay!
La opinión de tales profesores no hubiera tenido nada de malo si es que se hubiera quedado contenida en ellos, pero como tenían arrastre, terminaron por generar tendencia. Ustedes saben, nunca faltan los acólitos tarados que repiten monsergas sin pensar. De tal cazuela salió ese concepto seductor, pero equivocado, que decía que una cosa eran los montañistas, otra distinta los escaladores.
Dagoberto Delgado, que en paz descanse, no tenía medias tintas al respecto y decía que tales instructores actuaban así sencillamente por incapacidad técnica; o sea, les daba miedo puntear o eran torpes haciéndolo. Idea que, aunque cruel, tenía méritos. Sin embargo yo prefiero darle una explicación más… ¿gentil? Y es la siguiente: cuando nuestra área de experticia se ve en peligro, el primer mecanismo de defensa que surge es la negación.
Situación que es el test definitivo para probar la real juventud de nuestras almas. Porque ante la amenaza, hay dos opciones: una es cambiar y adaptarse, que no es fácil pero templa el espíritu; la otra es desestimar el desafío, que es cómodo pero gay. Gay total.
El paso del tiempo no hace favores a los equivocados. Negar la escalada como parte fundamental del alpinismo fue algo tan equivocado que ni siquiera amerita argumentarlo más. Es cosa de ver cómo ha adquirido valor en sí e influido por transferencia al montañismo.
Y ahora lo mismo pero con el esquí.
Programación radical
Esquiar es difícil.
Que es precisamente LA razón por la cual se recomienda aprenderlo cuando se es niño. ¿Después? Después es un cacho. El cuerpo y la coordinación neurosinóptica (que viene del latín “neuro” y del sanscrito “óptica”, y que significa usar anteojos gay), se resiste a incorporar los por lo menos 20 diferentes gestos técnicos que se requieren para hacer bajar grácilmente por una pendiente a una vaca. O al Doctor Purto. El cuerpo hacia adelante, una ligera flexión aquí, las canillas sintiendo las botas, secuencia 4 2 4 en los cantos, piernas al hombro, etc.
Si les sirve de consuelo, el montañismo chileno no es el único segmento específico que adolece del problema de no saber esquiar. En realidad, es una tara nacional. Pero si conversar de este tema con los montañistas gay es difícil, anda a hacerlo en otros estratos culturales. Es imposible. Porque ellos están con el cerebro ya programado para asociar el esquí con los ricos y luego, concluyen torpemente, que cualquier cosa relacionado con ello solo redunda en enriquecer a los empresarios de la recontra ultra derecha que se come a los inmigrantes y se juntan los jueves en la noche a complotar contra el Gobierno y los funcionarios públicos que usan chalecos rosa.
Tan radicales y resentidos son, que les dan más valor a su supuesta consecuencia que a mejorar. Dicho de otra manera, prefieren condenarse a sí mismos a la mediocridad antes que, por ejemplo, llegar a pagar un tícket en un centro de esquí.
Pero esto no tiene nada que ver con los centros de esquí, a quienes por si quieren saber detesto también. Esto es acerca de nosotros, nuestro potencial y de si queremos o no avanzar en nuestras vidas haciendo de cada día una nueva oportunidad para aprender.
Flojera nacional
Esquiar, en cualquiera de sus formas (bueno, quizás descartando al snowboardista, que es como el bulderista y el surfista juntos, pero mal vestido), es parte de la cultura de montaña. Y cualquier pueblo que se precie o aspire a ser llamado así, “de montaña”, debe tenerlo incorporado. Eso significa amarlo, sentirlo, explorarlo.
Sueño con que algún día llegará enero y veré desfilar a centenares de compatriotas en los juegos olímpicos de invierno. Y, quién sabe, algún día ganarlos. Lo cual comienza aquí, hoy. Con nuestros hijos, con nuestros hermanos, con nosotros mismos.
Las buenas noticias son que la tendencia es buena. Un porcentaje importante de los mejores alpinistas que han surgido en el último tiempo saben esquiar y se desenvuelven cómodamente en cualquier terreno. Bien, bravo por ellos.
Pero para todos los otros pajeros flojos y complacientes que no saben, sus idiotas, aprendan y dejen de una vez por todas de ser… gay.

 


 

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